Engel

Fernando Rodríguez Genovés (a propósito de la conversación de la terraza: ¡aquí huyo mi cabeza!), en El consejo de Wittgenstein:
Es conocida la anécdota que relata el encuentro del filósofo Ludwig Wittgenstein con un vecino de Puchberg, pueblo austriaco donde se retiró el filósofo vienés huyendo de las alturas de la cátedra universitaria, esa muerte en vida como la calificó, para dedicarse a la pedestre pedagogía de la enseñanza primaria. El lugareño, inflamado por la proclama socialista y ávido de Revolución, le confesó al filósofo que su máximo anhelo era cambiar el mundo, mas no estaba muy seguro de cómo hacer semejante cosa o extremosidad. Wittgenstein le contestó: Pues mejórese a usted mismo; eso es lo único que puede hacer para mejorar el mundo.
Tampoco estoy seguro de que fuera ésta la respuesta que quedó en silencio, pero las cosas cambian rápidamente en la memoria y bien pudo ser así o de otra manera, ¡quién sabe!. Días después, Ana María Moix glosaba en el periódico las virtudes insustituibles de Juan García Hortelano y la cronista catalana cerraba así un circulo abierto en una terraza plataforma con las últimas sombras del verano. Una bondad más escasa aún que la mismísima bondad: una bondad inteligente. Era una bondad tan inteligente (la de García Hortelano) que procuraba esconderla para no ofender.
Me gusta pensar, sin embargo, que ella (la voz de la energía) nunca leerá esta pequeña crónica. Hay cosas que se solucionan seguro y otras que no pueden permanecer por sí solas sin solicitar ayuda. El agua misma pertenece ahora a su propio cauce, a su fina lámina de encuentros y transportes, pero únicamente hasta que el río se desborda.
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